miércoles, mayo 06, 2009

Viaje de Santiago de Cuba a Matanzas: El recorrido interminable

La idea era cruzar la isla de punta a punta, recorrer los 900 kilómetros que separan a Santiago de Cuba de Matanzas. Si caía la noche en el camino, dormiríamos en Sancti Spíritus para continuar al día siguiente. Y esa idea de cruzarla se afianzaba en la premisa: cruzarla con la menor cantidad de plata posible y sólo usando el peso cubano, la moneda nacional.
Hay muchas formas de viajar en Cuba, pero para hacerlo en camión y en moneda nacional el “truco” es ir de ciudad en ciudad, de a tramos, abordando los camiones en las terminales intermunicipales.
A las 3 de la mañana estábamos subidos al primer camión del viaje, frente a la terminal intermunicipal de buses de Santiago de Cuba, en la famosa Calle 4. Era madrugada de sábado, el primer sábado del año, y partíamos del oriente cubano sin dormir. En los alrededores llegaba el zumbido del eco de la noche, autos, jóvenes tomando ron, música. Y el camión a oscuras, con destino a la ciudad de Bayamo, 130 kilómetros de viaje. El vehículo se llenaba de a poco.
Ese primer viaje fue terrible. El camión partió a las 4 de la madrugada en plena oscuridad, soportando el frío cubano del invierno. Nos sentíamos refugiados rumbo al exilio, arriba de un camión a punto de cruzar una frontera.
Los camiones tienen dos filas de asientos de cada lado, si toca sentarse contra una de las paredes, se tiene que soportar la espalda de la persona que se siente a esa altura en le fila del medio. La espalda a 20 centímetros de la nariz. En el pasillo del medio viaja gente parada. Y ese primer camión era todo sombras, los cuerpos se recortaban oscuros ante la luz del alumbrado público. Todos durmiendo, o intentándolo. El hombre de al lado se me venía encima ante cualquier cambio de ritmo del camión. Si uno osaba dormirse se despertaba unos minutos después golpeando la cabeza contra la espalda del que tenía adelante. Fue un viaje interminable, casi desesperante. Seguíamos sin dormir y la cosa recién empezaba.
Entramos a Bayamo, capital de la provincia Granma, primera ciudad tomada por los rebeldes durante la primera guerra de independencia. Allí los rebeldes, al mando de Céspedes, formaron su cuartel general. Apenas despuntaba la mañana, la oscuridad de la madrugada dejaba paso al solcito débil y tempranero. La bruma cubría la ciudad.
Después de comer una pizza, tan temprano, y unas galletas con guayaba (el frío y el sueño dan hambre), caminamos hasta la estación de ferrocarril. Frente a la estación salían camiones hacia Las Tunas, había que sacar un turno y aguardar en lista de espera.
Bayamo, atrapada en esa bruma matinal, parecía una postal de los años 20. A un lado veíamos circular las sombras de carruajes que entraban y salían de la niebla a medida que se alejaban o se acercaban. Entre el cuchicheo matinal, porque se oía más de lo que podía verse, se escuchaba el traqueteo metálico de las herraduras en el asfalto. Ahí, caminando con la mochila a cuestas a paso rápido, sorteando la bosta de caballo que adornaba las calles, éramos seres de otro tiempo.
De a poco el sol aparecía como una bola blanca, grisácea, entre las numerosas capas de nubes. Ya sentados en la terminal de Bayamo, esperamos durante dos horas a que un camión saliera con destino a Las Tunas. 9.30 de la mañana pudimos subir. Conseguimos dos asientos, de los últimos que quedaban disponibles. El camión fue repleto en esos 76 kilómetros que separan a las dos ciudades orientales.
Llegamos a suelo tunero cerca del mediodía. Acumulábamos horas de viaje y sueño. En Las Tunas nos agolpamos en la ventanilla de turnos a Camagüey. Pudimos conseguir los números 863 y 864. Se fue el primer camión, se fue el segundo y el número de turno quedó clavado en el 791, éramos una multitud todavía esperando. Una chica nos regaló dos números más cercanos: 809 y 810, y así fue que el tercer camión fue nuestro.
Subimos para recorrer los 125 kilómetros hasta Camagüey. El viaje fue tranquilo, el sol y el viento se metían desde los costados, la lona abierta, los paisajes del campo en el centro de la isla. Bajamos en la terminal intermunicipal y preguntamos por el próximo camión a Ciego de Ávila: “Rápido que un camello está cargando gente para Ciego”. Corrimos por el andén de la terminal hasta la puerta 9. Allí nos esperaba un majestuoso camello, esos camiones gigantescos que antes circulaban por las calles de La Habana.
El camello, lento por naturaleza, debía recorrer por la ruta 110 kilómetros. Recorrió 30, parando en cada esquina, y antes de llegar a Florida se descompuso. Nosotros íbamos parados, a veces tirados durmiendo entre las mochilas y el piso. “No le llega el petróleo”, dijo uno, y claro, como le va a llegar si esa cosa es inmensa. Entre el cansancio y el mal humor (llegaríamos de noche a Ciego de Ávila y no sería fácil conseguir transporte a Sancti Spiritus) se arregló el camello en 15 minutos. El cubano soluciona todo, que tanto.
Llegamos a Ciego con lo último de las energías. Una vez la estación intermunicipal estaba al ladito de la estación de ferrocarril. Pensando qué hacer y con ganas de descargar todo el líquido del día en el baño de la estación, escuchamos la llegada de un tren y el anuncio por los altoparlantes: “Tren proveniente de Santiago de Cuba con destino a La Habana”, y pasaba por Matanzas, nuestro destino final. Entrando al andén le consultamos al guarda, y nos dijo “suban, suban, que lo pierden”. Era la segunda vez en el viaje que el personal de la estación de Ciego de Ávila nos salvaba el asunto.
Subimos al tren nacional. Sin saber que hacer porque nadie nos pidió nada, preguntamos la hora de llegada a Matanzas (eran las seis de la tarde): llegaría a la medianoche. Tomamos un refresco con galletitas que conseguimos a través de las ventanillas, tiramos las mochilas entre dos vagones, a un costado de las puertas, y nos sentamos encima. Había que tratar de dormitar algo o de conversar para pasar el rato largo que nos quedaba de viaje.
Cuba es el último país de Latinoamérica donde todavía se puede viajar en tren a cualquier rincón de su territorio, donde todavía dos trenes repletos de gente se cruzan en el medio de la noche, esa magia de ver los rostros y los rincones del tren débilmente alumbrado que corre en dirección contraria. Todos los misterios del ferrocarril están vigentes gracias a la Revolución.
Llegamos a Santa Clara a las ocho y media de la noche. En el andén encontramos bocados de jamón, arroz con pollo (que comimos con las manos) y algún que otro refresco. Ya era de noche y empezaba a sentirse el frío. La gente iba y venía dentro del tren. Recorriendo un poco uno podía cruzarse con camarotes, oscuridades, asientos en penumbras y conversaciones. Nunca nos cobraron, viajamos sentados en las mochilas, apoyando las cabezas contra las paredes, jugando al chinchón y escuchando música.
La bahía de Matanzas se hizo luz después de la medianoche. Desde la línea del tren fueron apareciendo de a poco las luces de la ciudad. Bajamos del tren y entramos en la sala de espera de la estación. Encontramos un bicitaxi y nos acercó hasta el centro de la ciudad. Si faltaba viajar en algo ese día infinito era en un bicitaxi cubano.
Tocamos timbres de madrugada, después de los 900 kilómetros y las 24 horas de trayecto sin dormir. Apenas pasadas las dos de la mañana encontramos una pieza disponible.

3 comentarios:

  1. yoli la sorda4:48 a. m.

    Mira pa' eso ! Que forma de viajar tienen ustedes ! Asi que poniendose en el papel de los nacionales, con peso no convertible y to' !

    Asi es como se respira y se capta un pueblo, y los felicito !!!

    Me han dicho que Bayamo esta muy bien asi como Las Tunas, y eso a pesar de los ciclones devastadores de septiembre/octubre 2008...

    Alla mismo quiero ir a ver !

    Ustedes si que son de donde vino el Che !

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  3. Anónimo6:25 a. m.

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